domingo, julio 18, 2010

EL CORMORÁN


Un nuevo relato de ficción.



Fue en un día de mayo -un sábado por la mañana- cuando lo encontré. Yo estaba practicando footing por el paseo cerca de la playa en aquel momento desierta y decidí adentrarme en ella con la idea de llegar corriendo hasta la orilla del mar y acto seguido inaugurar un pequeño descanso. Le avisté unos seis metros a mi izquierda, casi varado en la orilla, tratando en vano de levantarse y con su ala derecha prácticamente tumbada contacto con la arena. Al principio, no supe exactamente lo que era, un animal, eso estaba claro, pero hasta que no me fijé mejor no me di cuenta que se trataba de un pájaro. Su color oscuro delataba que no se trataba de una gaviota y a medida que me acercaba al ave supuestamente herida fui apreciando su gran tamaño, su fuerte color verdoso y el hecho de que tenía su ala derecha inutilizada. Se trataba de un cormorán moñudo.


Al llegar a el me di cuenta de que su ala estaba mas grave de lo que me había parecido al principio. El ave retrocedía cuando trataba de acercarme a ella para comprobar en que estado se encontraba. Pude ver que su ala estaba casi rota, pero no parecía tener ningún otro problema de gravedad más que un enorme cansancio y la pérdida de alguna pluma. El cormorán habría hecho un aterrizaje forzoso haría relativamente poco tiempo, tal vez no más veinte minutos. Yo no sabía como se había hecho la herida y tampoco sabía que hacer con el enorme pajarraco marino en cuestión. Estaba claro que lo tenía que ver un veterinario. Mi casa no estaba cerca de la playa precisamente y tampoco tenía cerca el coche, por lo que llamé por el teléfono móvil a un amigo para cargar con el pájaro y llevarlo a mi casa, el primer lugar que se me pasó por la cabeza en donde el cormorán podría estar seguro y a salvo antes de que recibiera la adecuada atención. Aquel pájaro desprendía una mezcla de respeto y de compasión, respeto por su imponente aspecto (mediría unos 70 centímetros) y su bella estampa realzada por esas enormes alas que abiertas parecían las de un ave fénix, y compasión por el estado de indefensión en el cual se encontraba. Un ave que no puede volar ya no es más un ave, su existencia en ese estado no tiene razón alguna.


Mi amigo no entendió por que quise llevarme el cormorán a mi casa en lugar de llamar a las autoridades pertinentes dedicadas a la conservación de la avifauna. Yo quise tener durante al menos un día a aquel cormorán moñudo. Le dispuse una enorme palangana en donde pasaría el principio de su convalecencia. Había que alimentarle, y dado que la dieta de los cormoranes se constituye de peces, me ví en la obligación de proveerle de pedazos de pescado. Durante aquel sábado, me dediqué a observar al majestuoso pájaro marino, preguntándome si algún día volvería a volar. Yo mismo me respondía a esa pregunta: por supuesto que sí. Aquel día, gris, nublado y que al final de la jornada terminó con lloviznas, me lo pasé leyendo, viendo a ratos la tele y vigilando a mi nuevo inquilino de vez en cuando. Les llamé a mis amigos diciéndoles que no iba a salir y sin necesidad de decirles ninguna mentira, pues para mi era un honor tener a aquella criatura a mi cuidado. Yo ya llevaba tiempo viviendo solo, en aquel pequeño piso que mi sudor me costó encontrarlo. No había ninguna mujer en mi vida, y me preguntaba si tras una larga ristra de fracasos amorosos en el futuro la habría. Con treintaitantos años, con mis amigos con su vida hecha y mi familia viviendo en otra ciudad, mi situación, en realidad, rozaba más la soledad que otra cosa, pero eso es algo que casi nadie en una situación parecida quiere llegar a admitir.


Al día siguiente, por la mañana, me dediqué a anotar en un pequeño cuaderno todo lo que hacía el cormorán. Siempre me gustaron los animales y siempre soñé con estudiarlos a mi manera. En realidad, aquel pájaro no podía hacer mucho mas que comer, moverse, tratar de desplegar sus alas de vez en cuando (incluida su ala maltrecha) y observarme a mí, o al menos a mi eso me parecía. Por la tarde, el amigo que me ayudó a llevar al cormorán a casa me llamó: se había tomado la molestia de llamar a un veterinario, cosa que yo no había hecho. Vendría el lunes por la tarde.


Yo no había dicho nada a mis vecinos, pero estaba claro que se iban a enterar de un momento a otro. Aquel día por la noche dormí intranquilo, mi conciencia me reprochaba el no haber avisado a nadie del hallazgo de un cormorán herido en la costa. Es raro encontrar este tipo de aves en las inmediaciones de la línea costera, salvo que, como mi cormorán, se encuentren heridas. También me puse a pensar aquella noche que ocurriría si no pudiese volar nunca más; su futuro estaría entonces en un centro de recuperación de aves o de animales heridos, en calidad de inquilino a perpetuidad. Pero, no, no debía pensar en eso. El lunes por la mañana me fui a trabajar tranquilo, había rescatado del desordenado trastero una gran jaula que en su día fue propiedad de mis tíos y que albergó a un nutrido y numeroso grupo de aves cantoras. Allí metí al cormorán, a sabiendas no obstante de que no era el mejor sitio para él ya que le quedaba pelín angosta su pequeña prisión provisional. Tenía miedo de que se hiriese al tratar de levantarse y sobre todo al extender las alas, ya que la jaula no era lo suficientemente grande- y mira que lo era como para albergar el más de un metro de envergadura de sus verde alas. Cuando volví del tajo por la tarde observé tranquilo que mi amiguito se encontraba perfectamente. A las seis de la tarde esperaba la visita del veterinario.



No habían pasado más de diez minutos de la hora 18 cuando el timbre sonó. Ante mi puerta llegó la veterinaria, una joven más o menos de mi edad, unos dos o tres años más joven. Su pelo era moreno y corto, tenía unos ojos grandes y de color marrón muy claro e iba vestida con pantalón y blusa azules. Lo que más me llamó la atención era su sonrisa enorme cuando abrí la puerta, una sonrisa un tanto tímida, nerviosa y formal pero muy agradable. Su rostro me era algo familiar, pero pensé que simplemente se pareciese a alguien que yo conocía. Cuando entro en casa no pude hacer otra cosa que seguirla con la mirada, mientras la acompañaba a la cocina, donde se encontraba el cormorán enjaulado. Cuando llegó ante él, su semblante pareció iluminarse, para ella resultaba enormemente emotivo encontrarse con un ave marina de este tipo tan cerca:

- Vaya, que ejemplar…y dices que lo encontraste en la playa. ¿Cómo es que no avisaste antes?

- No pensé que estuviste grave. De hecho pensé que lo podía curar yo.


La veterinaria cambió de expresión y se puso relativamente seria. En realidad no le dije ninguna mentira, ya que había tratado de ponerle mercromina en el ala puesto que tenía algunas zonas con lo que a mi me parecía que eran heridas. Ella me miró con una mezcla de enfado e incredulidad y me pidió que le ayudase a sacar el cormorán de la jaula. Mientras lo estuvo examinando, vi que aquella simpatía que me mostró fugazmente -y muy posiblemente solo por cortesía- al abrirle la puerta, se desvanecía. Me empezó a parecer una mujer un tanto fría, borde y demasiado preocupada y estresada por sus circunstancias como para mostrar cierto atisbo de amabilidad conmigo. Pronto me di cuanta de las absurdas ilusiones que me había hecho en tan solo unos segundos.


- Me voy a tener que llevar a este cormorán a mi centro veterinario- dijo la veterinaria- Tiene el ala rota, probablemente por la acción de las redes de algún barco pesquero, mientras estaba nadando.

- ¿Crees que volverá a volar?

- Esperemos que sí- suspiró ella con preocupación

Miré a cormorán con tristeza. La veterinaria me explicó que el cartílago del ala debía soldarse colocándole un apósito. No obstante, ella temía que estos dos días de atenciones de un aficionado se le hubiese empeorado el ala. En cuanto dijo esto el cormorán alzó su enorme cuello y, en la mesa de la cocina, mostró con el ala izquierda abierta, erguido, toda su majestuosidad. Los dos le miramos silenciosos y emocionados. Yo sentía envidia de aquel animal y de su facultad de volar, pero también tenía miedo que por mi culpa ya no pudiese hacer tal cosa. Eso era casi como haberlo condenado a al muerte.

- Tu no te preocupes - dijo ella- en unos quince días estará como nuevo- y dicho esto volvió a mostrarme aquella enorme sonrisa del principio.


Bajamos al pájaro a al furgoneta de al clínica veterinaria que nos estaba esperando, con un compañero de la chica al volante. Allí el cormorán fue introducido en otra jaula.

- Muchas gracias, ya siento no haber avisado antes…tienes mi teléfono, mantenme informado. Por cierto, ¿tu Nombre?

- Laura, ¡pero si te lo he dicho antes!- y rió.

Nos despedimos. El cormorán partía hacia su salvación.



Yo sabía que el cormorán estaba en buenas manos y por ello intenté no preocuparme durante varios días. A los dos días Laura me llamó y me dijo que ya le había colocado el apósito, pero que era posible que el pájaro hubiese quedado tocado, aunque no era culpa mía, ya que la rotura en sí era bastante aparatosa. Le pedía si podía ir a la clínica veterinaria a verle y ella me dijo que eso lo veía difícil, pero que haríamos una cosa: podía verlo cuando al día siguiente con al consulta ya cerrada. Ella me dijo que eso no era algo que estuviese bien, pero que conmigo- y sin que se enterase ninguno de sus compañeros- iba a hacer una excepción. Al día siguiente, me presenté a la consulta al atardecer. Laura me recibió entre alegre y cómplice y me llevó a la jaula del ave. El cormorán parecía que tenía el ala levemente inmóvil, como escayolada.

- No se si podrá a volver a volar bien - dijo Laura- estas roturas son difíciles. Suerte que lo encontraste.

- Bueno, si no hubiese sido yo otra persona lo hubiese encontrado, aunque a decir verdad en un día nublado y casi en el extremo de la playa…

Volvimos a quedarnos mirando al cormorán moñudo. No había mucho más que hacer en aquel momento ni de que decir sobre el destino del pájaro. Entonces se me ocurrió invitar a Laura a tomar algo.


Laura me contó que estaba separada desde hacia un año. Su matrimonio solo duró año y medio. No tenía críos y tenía escasas amistades, pero su trabajo le apasionaba y ocupaba gran parte de su tiempo. Siempre el gustaron los animales y siempre soñó con curarlos, salvarlos, de volverles a la vida si era preciso. Jamás había tratado a un ave salvaje marina, por lo que ese caso era especial para ella, además de por el hecho de que su padre era un reputado biólogo y profesor universitario especializado en fauna marina que le transmitió apasionadamente su amor por el mar y sus criaturas. Ella siempre soñó en vivir en una localidad costera, y de hecho su año de matrimonio lo pasó en mi mismo pueblo: su marido y ella se hicieron con un chalet cerca de la costa con vistas al mar. Entonces fue cuando supe que casi con toda seguridad ya había visto a Laura algún día por la calle, en algún bar, en el parque, paseando. Noté tristeza cuando me contaba lo sola que se sentía a veces. No pude soportar la visión de sus bellos ojos llenándose de unas lágrimas que ella trataba de contener con todas sus fuerzas, y entonces decidía cambiar de conversación.

- Tenemos que salvar al cormorán – dije.

Laura, tras permanecer en silencio unos instantes, comenzó a mostrar una extraña inquietud.

- No se por que te he contado esto. Me gusta rumiarme mis cosas yo sola. Te tengo que dejar…y será mejor que solo nos vemos solo para lo que tenga que ver con el pájaro, ¿de acuerdo?

Yo me quedé inmóvil y confuso. Habíamos pasado cerca de hora y media muy agradable en al terraza de un bar viendo anochecer, lanzándonos miradas luminosas, regalándonos sonrisas y contándonos cosas de esas de las que esperas no arrepentirte nunca de haberlas dicho. Había sido una tarde genial, muy agradable, que ahora se truncaba inesperadamente de cuajo. No tuve más remedio que acceder a su petición, y los dos nos despedimos.


Pasé una semana muy inquieta. No podía dejar de pensar en Laura y en su expresión de tristeza en los últimos minutos en que estuvimos juntos. Tardé tres días en volver a hablar con ella, por teléfono, y me comunicó que el cormorán progresaba adecuadamente y que creía que en cuatro o cinco días estaría listo para volver a volar, aunque temía que ya no pudiese recuperar su vuelo normal. Esto me lo dijo en un tono entre triste y temeroso; no parecía que tuviese ninguna acritud conmigo, pero no mostraba tener excesivas ganas de hablar. Me había dado cuenta que había perdido el tiempo pensando en una mujer que no quería nada conmigo, y entonces decidí no volver a pensar en ella. Fue así cuando me empecé a preocupar más por el cormorán, y me dediqué a buscar y leer información sobre estas aves en libros, en internet. Me sentía con la responsabilidad de ayudarle, y me di cuenta tal vez hubiese debido llevarle a un veterinario antes. Habían pasado ya cinco días desde mi último encuentro con Laura cuando una tarde, al volver a sentirme solo, me volví a acordar en ella.


Estaba claro que Laura era como yo, un ser al que las cosas no le habían ido demasiado bien. Fui recordando las cosas que me había contado aquella tarde-noche, lo de la casa que compró junto con su ahora ex marido aquí en el pueblo, casa que no fui capaz de hallar su ubicación cuando me lo contó, pero justo en ese momento caí en la cuenta: se trataba de un chalet a casi un kilómetro del centro de la localidad, cerca de la costa y con unas hermosas vistas al mar, una casa que ahora se encontraba en venta. Pocos minutos después de recordar aquello, recibí una llamada, era ella, me dijo que el cormorán ya estaba casi recuperado, pero que esto estaba yendo algo lento. Su voz ahora era más alegre y risueña, pero no parecía expresar más que alegría por el más que posible feliz destino de nuestro cormorán, no se podía decir que su felicidad procediese del hecho de estar hablando conmigo en ese momento. Quise aprovechar aquel momento más o menos feliz para decirle algo así como a ver si nos vemos pronto, pero colgó antes que yo pudiera articular la primera sílaba de la frase. Aquella llamada, pese a todo, había encendido en mí esperanzas. En los dos días siguientes, le mandé algunos emails sobre cosas que había leído relacionadas con al recuperación de aves marinas heridas, pero no me atrevía a escribirle algo personal. Ella me contestó el segundo mensaje: me dijo que el cormorán estaba ya listo para volar y que estaban decididos a soltarle ya, pero que quería que yo estuviese en ese momento y que le dijese en que momento me venía bien a mi quedar para tal acontecimiento. Era un viernes, yo le dije que el al día siguiente.


Esa misma tarde yo había quedado con un amigo y le pregunté si conoció o se acordaba de los ausentes ocupantes de aquella casa mirando al mar. Él me dijo que sí, que era un matrimonio de nuestra edad que estuvo viviendo allí poco más de un año y que yo tenía que conocerlos de vista pues se dejaban ver por la zona y la familia de ella era originaria del pueblo. Me contó que el chalet era propiedad del los padres de Laura, él un profesor de Biología que había dado clases a su prima y que hacía unos años había estado estudiando el regreso de poblaciones de cormoranes por la zona una vez el problema de la contaminación había desaparecido de la costa. De hecho, la pareja parece ser que había rebautizado a la casa familiar como El Cormorán. Mi amigo me recordó además que una vez les vimos a los dos, manteniendo una agria discusión en mitad de la calle en la cual él, ante la aterrada sorpresa de la gente que por allí pasaba, la llegó a empujar a ella contra un coche. De pronto recordé aquella escena, que contemplé hace algo más de un año, en la cual una chica morena cayó violentamente de espaldas contra un coche y arrancó a llorar mientras su novio le profería gritos ininteligibles. También recordé como todo el mundo se quedó inmóvil sin hacer nada, y como la chica abandonó la escena apresuradamente y bañada en lágrimas, momento en cual la gente comenzó a increpar tímidamente al chico. Yo no fui capaz de actuar cuando él empujo a aquella chica morena y después intentó hacerlo de nuevo, cuando esta, temblando y gimiendo, trataba de reincorporarse. Yo recordaba haber sentido asco ante tal desagradable escena, y una infinita rabia ante aquella exhibición de prepotencia y fuerza animal que claramente estaba hiriendo a una persona, e incluso llegué a pensar en seguir a aquella chica que salió corriendo y tratar de consolarla, de darla cariño…pero pensé que aquel no era asunto mío.


Mi amigo me contó también que la pareja se había ido a vivir a diferentes ciudades cada uno y que ahora la casa estaba en venta. Aquella noche solo podía pensar en Laura y en aquel momento de sufrimiento que vivió. O quien sabe si hubo algunos momentos similares anteriormente. Yo hacía bastante tiempo, mucho tiempo, que no tenía ninguna relación y ya casi había perdido toda esperanza. Ella en realidad no deseaba tener, al menos durante un tiempo, más relaciones, no quería que nadie le volviese a hacer daño. Yo me preguntaba porque ella creía que yo también podía hacerla daño, y me di cuenta que desconfiaba de alguien que no supiese cuidar bien a un ser vivo herido. Pero, que diablos, yo intenté cuidar al cormorán lo mejor que podía, eso ella lo tenía que haber visto. Además, yo no era como ella, alguien con el don de poder devolver el vuelo a las aves.


Eran más de las tres de la mañana cuando esos pensamientos me carcomían la conciencia. Decidí levantarme y mandarle un mail. Quería que supiese lo mucho que me importaba y como una vez llegué a compartir fugazmente un momento de su propio sufrimiento. Yo quería que ella también supiese la angustia que pasé por el destino del cormorán y mi felicidad al saber que estaba ya recuperado, gracias a nosotros. Éramos sin duda dos seres parejos, heridos, ella por su desgraciada relación anterior y yo por un drama familiar con padres divorciados y cierta ausencia puntual de cariño. Ahora los dos estábamos viviendo por circunstancias una situación de soledad que temíamos que se hiciese eterna. Le mandé el mensaje, en donde no me atreví a finalizarlo con una frase que desde hacía tiempo esta tatuada en mi corazón. Decidí no volverme a la cama, y permanecí en la silla de mi escritorio dando cabezadas. Serían las tres y media cuando recibí el mensaje de respuesta de Laura y por arte de magia volvía a la más total de las vigilias. Comenzaba “menos mal que encontraste al cormorán, si no hubiese muerto. Gracias”. El resto del mensaje lo leí con una total felicidad y lágrimas en los ojos. Poco después de concluir su lectura, caí dormido sobre la mesa.


Llegó el sábado. Había quedado con Laura y otros veterinarios en un mirador frente a la costa que se encontraba sobre unos hermosos acantilados, no muy lejos de la casa El Cormorán, el antiguo hogar de Laura que desde hacía un tiempo a ella le parecía un sitio maldito. Eran las siete de la tarde en un soleado día de junio, yo llegué con mi coche al mirador y le ví a ella mirando hacia el mar con los brazos apoyados en el pequeño muro de piedra, a su izquierda estaba la jaula con el cormorán, colocada sobre el muro. A algunos metros se encontraba la furgoneta de la cínica, con dos compañeros de Laura apoyados en ella y mirándome con complicidad y media sonrisa a medida que yo me aproximaba a ella. La toqué el hombro y ella volvió la cabeza. Su sonrisa era la más dulce que le había visto desde que la conocí. No me había dado cuenta de los dulces y expresivos que eran sus ojos hasta ese momento.


Los rayos del sol se iban atenuando y el día iba a adentrarse pronto en su ocaso. Abrimos la jaula del cormorán y lo sacamos los dos con nuestras manos. Laura, ofreciendo al pájaro un pequeño arenque, se las ingenió para que el gran cormorán moñudo se posase sobre mi brazo. Sujeté su cuerpo con la otra mano, intentando aguantar su peso e intenté subir y extender el brazo hacia lo alto, de cara al mar. El cormorán parecía ahora mucho más hermoso, todo un rey verde, un señor de la mar y del aire listo para volver a sus dominios. Natalia lo acariciaba y sonreía y yo le puse el arenque ante su pico, al cual atrapó con rapidez. Observé maravillado la hermosa ave, que ahora extendía sus enormes alas oscuras que casi eclipsaban el sol que calentaba aquel punto en la costa. La tenue luz solar rojiza del atardecer iluminaba al cormorán, que miraba al horizonte. Laura y yo estábamos emocionados sin poder articular palabra. En un instante, el cormorán volvió a desplegar las alas y lanzó un graznido, yo extendí el brazo todo lo que pude y la gran ave marina despego sus patas de mi brazo y se alzó hacia los cielos. Vimos alejarse al cormorán, que cada vez tomaba más y más altura mientras que su imagen se hacía más pequeña. Cuando el cormorán hubo desaparecido, Laura y yo nos abrazamos, nos besamos y comprendimos que todo había merecido la pena.


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