sábado, noviembre 13, 2010

MERCADER DEL TIEMPO (y III): EL DESVÍO. Relato de ficción


Él había nacido en aquel mismo pueblo, aquel año, solamente hacía unos cinco meses. Rafael, el hijo pequeño de Eutiquio y Amalia, el séptimo hijo, había visto la luz accidentalmente en la torre de la iglesia, junto a los mecanismos del reloj que se construyó a principios del siglo XX con el dinero de un vecino indiano y que desde entonces nadie se había ocupado en demasía por mantener. Amalia estaba sola en casa aquella tarde en compañía de sus hijos pequeños, ya que Eutiquio había salido al campo, se puso parturienta y cuando salió de la casa sujetándose el vientre y entre gritos solo fue vista por el sacristán, al que no se le ocurrió mejor cosa que llevarla a la iglesia. Pero Don Cesáreo estaba dando la misa de las siete, y entonces Servando, que era así como se llamaba el sacristán, avisó a una niña que estaba oyendo la misa para que avisase a la comadrona mientras trataba de llevar a Amalia a la sacristía, pero con el nerviosismo se equivocó de puerta y entraron en la torre de la iglesia. Una vez allí, no había marcha atrás, el niño estaba a punto de salir, y Servando se llevó a Amalia a lo alto de la torre, junto al reloj. La comadrona no tardó en llegar, y el pequeño Rafael tampoco. Ahora, meses después la misma persona estaba aquella madrugada en el pueblo duplicada, durmiendo como bebe en una cuna y también hablando con las autoridades del lugar como adulto.
     
En sus viajes en el tiempo, en el tiempo futuro a su “muerte”, Rafael había visto como su nombre se había borrado: nadie le recordaba, nadie sabía del habilidoso y genial español que diseñaba relojes para una firma suiza y ni tan siquiera había noticia alguna de que sus relojes hubiesen existido nunca. Ni él había existido. Sí en cambio su familia, la mayor parte de ella muerta en la guerra civil a causa de un pelotón de fusilamiento que entró en la aldea como simple represalia para ajustar las cuentas con un joven alcalde socialista que procedente de otra aldea había llegado a  la alcaldía en 1933, después de una sucesión de fugaces alcaldes que comenzó cuando el que fuera durante 5 años alcalde de la localidad, un hombre más bien conservador, dimitiese de su cargo y se trasladase a otra aldea tras la desgraciada muerte por tuberculosis de su esposa a finales de 1930. Rafael, el relojero mercader del tiempo, sabía que con un alcalde escorado a ideas no muy progresistas, el ejercito nacional nunca hubiese entrado en el pueblo en 1937 buscando a ningún alcalde rojo que, sin ellos saberlo, había huido días antes, y que ante su ausencia, los soldados decidiesen dar muerte en el paredón a varios vecinos como si de una vulgar pataleta se tratase. Aquel día, el pequeño  Rafael, con siete años de edad, perdió a su casi toda su familia salvo, entre otros, a su hermano mayor Tomás, que se encontraba de aprendiz de bolsero en la capital.   


Eran ya las cinco de la mañana, y el médico Don Marcial Núñez había administrado la extraña inyección de aquel supuesto medicamento prodigioso a la mujer enferma del alcalde, siguiendo las indicaciones del mercader del tiempo. Según Rafael, la mujer mejoraría en unos días y se libraría de una muerte segura que ocurrió en su pasado y ocurriría en el futuro de no ser por su intervención.  Cuando el médico se trasladó a casa del alcalde, le acompañaban todos los que estaban reunidos en la sacristía unos instantes antes. El alcalde estaba sumamente agradecido a aquel ser que ahora volvía a tener su cabello y barba blancos y que al principio todos pensaban que se trataba de un loco. La comitiva volvió a la sacristía de la iglesia. Estaban todos menos Tomás, que se había quedado a ayudar a los hijos del alcalde a restablecer el orden en la casa.   
- Ahora me imagino que ya con esto se ha solucionado el asunto- dijo el doctor Núñez-  ¿Así nuestro pueblos e encuentra ya a salvo?   
Rafael, que se encontraba sentado sobre un taburete, con el rostro serio e impasible y sin mediar palabra, se levantó y se dirigió hacia un gran espejo que se encontraba al fondo de la estancia. Se puso frente a el, se quitó el gorro y se levantó la parte de la melena que le caía por su hombro izquierdo y que ahora tenía un tono grisáceo, descubriendo una mutilada en la parte superior de su pabellón. Rafael no pudo contener una expresión de sorpresa e incredulidad que convirtió su rostro en una grotesca máscara de desesperación que no atinaba a articular palabra. El resto de concurrentes se asustó al ver como aquel hombre que se había mostrado sereno, fuerte, decidido e impasible durante todo el día ahora parecía un ser asustado e indefenso, tocándose tembloroso su deformada oreja ante el espejo. Se volvió encolerizado ante el resto 
- Esta herida la he tenido durante años y años- dijo con una mezcla de ira y tristeza- me la hicieron unos compañeros cuando yo tenía 10 años en un hospicio de Auxilio Social, en 1940. Con el pasado cambiado, yo no debería haber estado incluso y nunca me hubieran hecho esa herida - el resto de asistentes miraba sin saber que decir- no se ha alterado el pasado, por lo que veo… y el futuro seguirá igual ¿que ha pasado?
Unas voces se oyeron en la calle. Asemejaban gritos, pero al oírlos mejor era evidente que se trataba de una mezcla de gritos, lamentos y llanto. Todos salieron de la iglesia y se encaminaron a donde venían los gritos, observando como a medida que se aproximaban a donde los lamentos eran más audibles las calles tenían más y más gente que habían salido súbitamente de sus casas para averiguar que era lo pasaba.  Un nutrido corro se encontraba a las puertas de la casa del alcalde, rodeando a una de sus hijas, sentada, llorando en el suelo, sujetando el cuerpo inerte y con la camisa cubierta de sangre de un niño de unos nueve años, el hijo pequeño del alcalde. Otro  adolescente y una niña lloraban desconsolados ante la escena, los cuerpos contra la fachada de la casa. Todos los que les observaban tenían expresiones de asombro y de tristeza, llorando, cuchicheando, dirigiendo a ratos su mirada a una figura que se encontraba unos pasos atrás, en una esquina envuelta en penumbra, llorando sentada  con la cabeza metida entre las piernas. Era Tomás.


- ¡Lo ha matado, lo ha disparado!- la hija mayor del alcalde, de unos quince años, gemía ante el cadáver de su hermanito- ¡con esa pistola rara!
  Tomás, entre sollozos, se levantó y se dirigió ante la escena. Llevaba algo en la mano.  Los lugareños miraban al joven, rabiosos y compungidos. El alcalde se había precipitado ante su hijo muerto, sobre el cual comenzó a llorar. Rafael introdujo su mano en la bolsa, como tratando de buscar algo. Su rostro no tardó en palidecer.
- ¡Ha sido sin querer!- gritó Tomás- ¡yo solo les estaba enseñando la pistola de este señor, que es mi hermano pequeño, y se me disparó!
- Es cierto lo que dice. Ha debido de coger la pistola cuando estábamos atendiendo a la esposa del alcalde. Por favor, no le hagan nada…puede que haya sido una irresponsabilidad de su parte coger el arma, pero en realidad  todo es culpa mía.
Eran más de las seis de la mañana y todo el pueblo estaba ahora en la calle. Dentro de menos de dos horas, la iglesia volvería a reanudar las campanadas.  El cura y el médico se miraron entre sí, ya sabían lo que iba a ocurrir. La desolación solo se había alejado de la familia del alcalde durante unas horas, ahora había vuelto y el futuro la había traído. El alcalde se iría desolado del pueblo y entonces el transcurso del tiempo seguiría el camino trazado. Ya no había salvación, Rafael, el hijo menor de Eutiquio nacido hacía apenas unos meses, había fracasado. El mercader del tiempo, el viajero de los años, no había conseguido salvar a nadie, ni a si mismo, y su propio hermano, el hombre que le había fabricado una herramienta que le iba a ser  muy útil, tenía parte de culpa.   
- La única esperanza es una alteración caótica. - los aldeanos no entendieron las para ellos extrañas palabras de Rafael- Por favor, maten al bebé. Al hijo pequeño de Eutiquio. Mátenme


El susto, el miedo y la sorpresa impidieron a los lugareños articular palabra alguna durante un tiempo. Amalia, la esposa de Eutiquio se había llevado las manos a la boca al oír esto.
- No podemos hacer eso- dijo Don Cesáreo- No podemos matar a un niño indefenso. Lo mejor que puede hacer usted ahora es marcharse, abandonarnos.
- Eso no arreglará nada. Vayan a donde el niño y ahóguenle con una almohada. Así yo no existiré nunca. Esto puede que no sirva para nada y no altere un ápice del futuro, pero quien sabe. Es el caos, y es imprevisible. Por lo menos, así terminará mi sufrimiento, de lo contrario tendré que seguir vagando por el tiempo hasta encontrar una solución que cada vez es más difícil.  
Tomás se acercó a su hermano y le entregó la pistola. 
- No te vamos a matar, tú y yo vamos a sobrevivir, pero te prometo que yo voy a hacer todo lo posible por salvar a padre, a madre, a los hermanos y a este pueblo.
Un hijo del alcalde intervino:
- No vamos a decir nada a nadie, no vamos a decir que usted estuvo aquí y que Tomás mató a mi hermano por accidente.
Los lugareños asintieron al oír esto. Rafael negó con la cabeza.
- No va a ser suficiente. Si no lo hace ninguno de vosotros, entonces lo haré yo. A mí como mercader del tiempo no se me puede matar. 
- Ni se te ocurra…- Eutiquio miró desafiadamente a su hijo
Rafael, el mercader del tiempo, miró con tristeza a su familia, a l resto de habientes del pueblo, a las casas de la aldea, a la iglesia con su reloj.
-  Puede que yo cometiese un error. O que el tiempo no se pueda controlar en ningún caso. Puede que sea imposible burlar y  controlar el tiempo, incluso para aquellos que ya no vivimos conforme a sus normas. Las manecillas vuelven a moverse a descontroladas, el viaje continúa
Dicho esto, la figura de Rafael se volatilizó

 

Eran ya las seis y media de la tarde, cuando por fin encontraron una gasolinera tras muchos kilómetros recorridos. El GPS estaba desactualizado e hizo perderse durante un buen rato a los tres ocupantes del coche, bastante perdidos ya de por si en unas carreteras que no conocían prácticamente nada. En la gasolinera, preguntaron donde se encontraba aquel pueblo sumergido por un pantano, y les respondieron que estaría a unos 10 km, aunque tendrían que coger un desvío por una carretera comarcal. La obsesión de Raquel era ver de nuevo el pueblo natal de su abuelo Tomás, o mejor dicho, lo que quedaba de él. Ella lo había visto de niña un par de veces, pero ahora quería enseñárselo a su marido y a su hija de cuatro años. Raquel nunca conoció a su abuelo, que falleció cuando su padre era aún muy joven, y tenía de él una imagen muy mitificada, ya que sabía que fue el único superviviente de una familia fusilada en la guerra y que se hizo a si mismo como fabricante de bolsas, carteras y otros objetos de cuero.
- Mira, Manu, esa es la comarcal, el pantano estará ya cerca. Ya me parece que estoy viendo el campanario de la iglesia. ¡Mira, Joana, una iglesia en el agua! ¡Qué guay!, ¿verdad?   

Se iban aproximando al pantano en medio de un paraje agreste y silencioso. Avanzaron por la descuidada carretera en donde no transitaba ningún otro vehículo. Tampoco se veía a ninguna persona cerca, hasta que vieron caminando por la carretera a alguien.

El caminante iba vestido con una larga chaqueta de tono pardo que llevaba prácticamente abrochada pese al calor que hacía. Sobre la cabeza llevaba un sombrero pequeño y extraño de color ocre, casi como una capucha, aunque no formaba parte del abrigo. Aquel hombre parecía un anciano ya que su barba era blanca y su pelo también lo era. Caminaba ayudado por un bastón y cuando lel coche pasó delante de él Raquel y Manu contemplaron como su mirada permanecía perdida mirando a algún punto indeterminado con el rostro serio y preocupado. Pararon el coche y se dirigieron al caminante.
- ¡Oiga!, ¿A dónde se dirige?


FIN

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