sábado, julio 14, 2012

CUANDO KURTZ ESTUVO EN EUSKADI




 El crepúsculo las estaba repitiendo en un persistente susurro a nuestro alrededor, en un susurro que parecía hincharse amenazadoramente, como el primer susurro de un viento que se levanta. “¡El horror! ¡El horror!”
 El Corazón de las Tinieblas. Joseph Conrad



La ría de Nervión, a su paso por Bilbao, nunca ha sido igual siempre. En días antiguos fue mas ancha, caudalosa y al no ser Bilbao aún una gran ciudad ni las localidades que con ella limitan aún unas urbes, era eso, una ría con riberas salvajes y herbosas y sin muelles, canales y puertos que la rodeasen. Luego, cuando la mano del hombre modificó por completo la fisonomía de la zona por obra y gracia del capital y la industria, Nervión fue cambiando paulatinamente de color en la medida en que también el cielo metropolitano bilbaino tornaba también de azul a grisáceo y en el crepúsculo se volvía ocre y pardo; entonces la ría se fue volviendo marrón, casi negra, prueba irrefutable de que el hombre del siglo XX, el hombre de ciencia y progreso que se gestó en los siglos anteriores, ya había extendido su dominio devastador sobre la naturaleza. Entonces la ría de Nervión dejó de ser parte de la naturaleza y ya no fue salvaje más, tan solo su tramo puramente de río, aquel que nacía como una catarata desde tierras de  Orduña, estaba aún sujeto al curso propio de un caudal, sin canales, diques, ni desvíos que modificasen y remodelasen su trayecto.

Tal vez, en algún  momento del siglo XX, la tripulación de algún barco de los que atravesaban el Nervión, entrando o saliendo, procedentes del puerto o del mar Cantábrico en donde el río muere, se maravillase de cómo el hombre había logrado dominar al mar o a un río constituyendo prácticamente toda una cultura alrededor de aquella ría. Esto, sin en realidad ser muy diferente de lo que ocurrió en otros lugares en los que la revolución industrial hizo mella, tenía un algo singular que duró hasta hace bien poco, cuando el Nervión dejó de ser marrón y volvió a tornarse azul, esmeralda o turquesa, según como viniese el día. Y es que, en aquellos días de esa ría industrial parda mancillada de escombros, escoria metálica, maderos, y residuos de todo tipo que en su último esfuerzo antes de adentrarse en la mar besaba los cimientos de una mole que emitía tóxico humo siderúrgico, esa ría podía resultar enormemente tenebrosa. Y no solo por su color oscuro, también porque podía parecer la entrada a una civilización que resultaba extraña, intrigante y tenebrosa a muchos. Aquella ría negra que recibía a barcos procedentes de variados lugares los cuales podían tener desde alguna vaga noción de lo que allí ocurría hasta una idea bastante fundada (según su criterio) de lo que suponía aquel territorio, era seguramente pese a su inofensiva apariencia un trayecto maldito y sobrecogedor. Sería como recorrer el río Congo a finales del XIX en una pequeña embarcación a vapor, adentrándose en el misterio insoldable de una por entonces desconocida y temible selva africana

La ría, como hemos dicho antes, comenzó a cambiar a finales del siglo XX  y se convirtió en algo más idílico, mas pulcro, más limpio y más marino. Esto ocurrió porque el país en donde se encontraba estaba cambiando también y aquella época de fábricas, humo, máquinas y hierro incandescente desapareció para dejar paso a un mundo más acoplado a los cánones de la más amable (en apariencia) economía de servicios. Pero el país no se había logrado quitar aún ese temor que infundaba al forastero, fruto de esa maldición que parecía que le estaba destruyendo, estaba aniquilando moralmente a sus gentes y estaba llenando de terror su propia existencia sumiéndole en un oscuro e interminable túnel lleno de salidas falsas, un laberinto dedaliano que nadie parecía entender, ni desde dentro no desde fuera, con un Minotauro esperando al doblar cada esquina. La ría de Nervión, parda o azul, no era lo más temible, pero dentro de las tierras vascas, se podía sentir el miedo de muchas formas, susurrando con el mismo viento.

Allí ocurrieron durante muchos años muchas cosas tristemente nefastas y abominables. No es cuestión de ir recordándolas. Pero a buen seguro alguien con una mirada inocentemente humana hubiese enloquecido ante la sola visión de las deplorables e inmorales injusticias allí cometidas en nombre de una patria o de una supuesta libertad. Algo que por desgracia ha ocurrido en demasiadas partes del mundo, la mayor parte  en épocas pasadas y en sociedades bastante alejadas del concepto tradicional del bienestar occidental, constructo este en el cual -y pese a todo- el entorno vasco siempre ha estado asociado y no de manera superficial precisamente. Serían muchos los casos ocurridos durante cincuenta años que podrían servir de ejemplo de cómo el ser humano puede enfrentarse con lo peor de si mismo, pero hay uno que por su crueldad, por su irracionalidad, por su poder destructivo, ilustra aquel dilema de si el humano puede dominar el instinto, o si el instinto puede dominar al humano. Afortunadamente, triunfó en aquella ocasión la humanidad, pero el crepúsculo no paró de extenderse aquellos días, repitiendo aquellas palabras que resonaron en África gracias a la imaginación de un fascinante marino y literato polaco que contaba sus historias en la lengua de Shakespeare, principalmente  porque Inglaterra era su país de adopción.    

La sombra de Kurtz estuvo allí. Pero el antihéroe de Joseph Conrad no había llegado esta vez de la civilización al “mundo salvaje” en legal y normalizada misión colonizadora y había sucumbido  ante el panorama revelado ante él del lado oscuro de la naturaleza humana en un entorno sin normas morales y sociales. Kurtz, en julio de 1997, estaba en Euskadi desde siempre. Kurtz era todos y cada uno de los ciudadanos, todos y cada uno de nosotros, expuestos a algo que despertó desde lo más profundo de la selva de la conciencia humana. Tiempo atrás, alguien, algunos habían inoculado el germen del odio en un ambiente que a pesar a todo distaba mucho de ser la jungla del Congo a finales del siglo XIX cuando el hombre blanco comenzaba a llegar y a someter a por medio de la  fuerza, la aniquilación y la muerte a “lo salvaje”; es cierto que influyó una situación pretérita de cainismo, enfrentamiento irracional y odio al disidente que llevó a todo un Estado al fanatismo, la autocracia y al tenebrismo, pero cuando parecía que todo aquello estaba desapareciendo, el odio aún seguía, y muchos Kurtz aún vivían en su propia selva, tras haber remontando el Nervión oscuro día tras día, noche tras noche, eternamente. El mismo corazón de las tinieblas al que una vez el hombre penetró en la Alemania de Hitler, en la URSS de Stalin, en la Argentina de Videla, en el Chile de Pinochet, en Vietnam, en Irak, en Palestina, en Croacia, en Irlanda del Norte, se pudo vislumbrar en Euskadi.   Por que lo que Joseph Conrad no previó es que en un mundo adelantado, organizado y, moderno en lo científico y lo social como la superada Inglaterra decimonónica- recién conquistada la revolución industrial- que el conoció y desde donde él hizo partir al inquieto marino Marlow, el ser humano pudiese llegar a los extremos de Kurtz. Pero así fue. El hombre en su estado primario y animal no precisa de un entorno físico enteramente natural y liberado de cualquier influencia humana, basta con unas dosis de odio y de fanatismo para encontrarse con el instinto salvaje de uno.    

Durante mucho tiempo, muchos oímos el grito de Kurtz, resonando entre sangre, cadáveres, desesperación y lágrimas. Su eco, aunque no quisiésemos, era tan ponzoñoso que se oía desde la cima Gorbea hasta el mismo árbol de Gernika, pasando por la bahía de Pasaia, la costa de Getaria, la sierra de Aralar. Pero nunca se había oído tan nítido como aquella fatídica ocasión, en la que muchos dijeron que querían justicia, solo querían justicia… su justicia, su lote de marfil, su egoísmo. Todos, alguna vez, nos convertimos en Kurtz, nos dominó la desidia, el miedo, la codicia y la oscuridad. Aquella vez al menos la tiniebla se disipó lo suficiente para exorcizar cualquier tentación de dejarse llevar por el instinto animal obviando lo terrible y las cosas, con altibajos, con traspiés y con errores, comenzaron a cambiar para bien. Remontar un río, lleve a donde lleve, es una como todos sabemos- y Conrad también- una metáfora de la vida y navegar por el Nervión fue una vez -inconscientemente para sus navegantes- adentrarse en las tinieblas. En julio de 1997 llegamos a su corazón, como Marlow en el Congo, como el Capitán Willard en Vietnam, y ya vimos el rostro del horror, que como dijo un trasunto americano del personaje que mayormente nos ocupa, conviene convivir con él, porque de lo contrario se convierte en un enemigo terrible. Tal vez muchos siguieron esto demasiado al pie de al letra y pasó lo que tuvo que pasar, que la oscuridad les atrapó y pude que aún hoy tarden un tiempo en salir de ella.

Hoy en día las cosas han cambiado y una nueva época de esperanza se abre. Nadie desea que, al igual que el marino Marlow mintió sobre las últimas palabras de su némesis, nadie falseé sobre lo que ha ocurrido y dé testimonio de aquel escalofriante susurro que todos oímos. Podremos decirlo, aunque sea demasiado oscuro.    





No hay comentarios:

Publicar un comentario