lunes, febrero 06, 2012

El aparatio Lumiere J. EDGAR




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Clint Eastwood, en racha desde hace varios años en su vejez y madurez como director, no solo continua con un ritmo admirable en sus películas (prácticamente a una por año), sino que sigue deleitándonos con nuevas maravillas que demuestran su más que indiscutible su profesionalidad y su estatus como uno de los más grandes directores norteamericanos vivos. En esta ocasión, Eastwood, ya retirado de su faceta de actor, nos ofrece una más que convincente biografía cinematográfica del mítico director fundador del FBI, John Edgar Hoover (1895-1972), el hombre que desde 1924 hasta su muerte en 1972 sustentó un poder en algunos aspectos mayor que el del presidente de EEUU. Esta película se nos presenta desde la perspectiva del propio Hoover, interpretado por un inconmensurable Leonardo Di Caprio, quien en su vejez en los años 60 dicta a diversos colaboradores sus memorias que se detienen significativamente en los años 30, la época en la que Hoover, el FBI y todas sus “heróicas” actuaciones alcanzaron mayor notoriedad.  Eastwood, ayudado por un gran guión de Dustin Lance Black, plantea el inteligente jugo de realizar una visión desmitificadora de un personaje oscuro y ciertamente siniestro pero dejando que sea el propio Hoover quien se desmitifique y se descalifique a si mismo en una crónica más humana y psicológica que histórica o épica. Aquí J. Edgar Hoover aparece como un hombre inflexible, fanático, fiel a sus ideales y a su país pero con una humanidad torturada y atormentada que el llevaron a ser un personaje tan cruel como egocéntrico, contradictorio y por increíble que parezca, altamente inseguro. Es un cuadro el Hoover que nos pintan (valga también el juego de palabras) Eastwood y Black, un sujeto del que incluso el espectador llega a sentir lástima a pesar de ser un hombre poderoso y una especie de héroe autocreado por las circunstancias. En definitiva, que por amor a EEUU un hombre oportunista, inteligente y hábil pudo superar sus demonios internos (al menos externamente) y manejar los entresijos y secretos de la nación más poderosa del mundo durante casi medio siglo aunque eso sí, proyectando sus propias paranoias y su extraña personalidad. Un planteamiento más que apasionante este que nos presenta Clint Eastwood pero que no se queda en el estudio psicológico sin más, ya que J. Edgar es también la crónica histórica de los cambios de un país durante casi 50 años y como el FBI influyó en ellos y en la configuración política de EEUU, aunque estos últimos aspectos sirvan solo como mero telón de fondo.

Es de agradecer que la película no sea el cronicón continuo de la vida y “obra” de Hoover sino que temporalmente se centre en dos momentos concretos: 1919-1935 y 1962-1972 con además varias elipsis en esos dos periodos. La carrera de Hoover dentro del FBI no se nos cuenta con excesivo detalle pero si que aparecen sus  principales “greatest hits”  desde la fundación del FBI con un jovencísimo Hoover al frente -y que además fue su principal ideólogo- y pasando por diferentes momentos clave: las innovaciones introducidas en el organismo por él como el refuerzo de la investigación de carácter científico, la lucha en los años 20 contra la “amenaza comunista” y los “radicales” , la introducción del sistema de clasificación y archivo de la ciudadanía, la investigación del célebre caso del secuestro del bebé de Charles Lindbergh y las tensas relaciones con el clan Kennedy. También aparecen aunque de forma más desdibujada su guerra particular contra el hampa en los 30 y su tirria en los 60 hacia Martin Luther King y todos los movimientos por los Derechos Civiles en Norteamérica en aquella época. Precisamente es el caso Lindbergh el que aparece como la piedra angular para bien o para mal en al carrera de Hoover: muy bien contado ese episodio (que da para una película aparte) desde la esquiva y viciada perspectiva de Hoover, un hombre menos brillante y apreciado de lo que el mismo quería. Verdaderamente, el trabajo de Di Caprio es excelente en todos los sentidos ya que la credibilidad que transmite con este difícil personaje es absoluta, especialmente cuando nos muestra su cara más esperpéntica, la del Hoover patéticamente limitado por su total falta de habilidades sociales y su absoluta dependencia a una madre posesiva e intrigante (genial Judy Dench), así como el tormento personal de su presunta y nunca aceptada por él mismo homosexualidad (dada por hecho en este filme) y la influencia de esto en las relaciones con sus más estrechos colaboradores y posiblemente sus únicos amigos: su eterna secretaria Miss Gandy (Naomi Watts) y su brazo derecho en el FBI Clyde Tolson (Armie Hammer), los dos actores por cierto que también estupendos. Mención aparte merece el maquillaje de esta película sobre todo el de un envejecido Leonardo Di Caprio y un diseño de producción cuidado y sólido, como le gusta a Clint Eastwood.  Una película muy recomendable que viene a reafirmar - una vez más- que Clint Eastwood como director es un buen vino que mejora a medida que envejece.        

domingo, febrero 05, 2012

OLAMAYIO. Relato de ficción

 

 Sus antepasados le enseñaron que vivir con miedo no era propio de su raza, que se suponía que debía ser la mas valerosa y poderosa de la Sabana, pero a lo que más temía Jiwemguu era el miedo con el que todos los de su especie habían crecido; que algún día los seres de dos patas le dieran muerte de una amanera cruel. De producirse ese momento - que muchos de los suyos habían tendido la desgracia de padecer- ocurriría  inesperadamente y en cualquier lugar. Y pese a que ellos siempre creyeron ser los reyes de la Sabana, contra los seres de dos patas no había nada que hacer: ninguna defensa aguerrida, ningún ataque despiadado, ningún poderoso golpe de garra, ningún intento de atrapar y morder con las fauces era suficiente contra unas criaturas que portaban palos afilados y que pese a su debilidad se bastaban de su inteligencia, de sus armas artificiales y de su habilidad para cazar en pequeñas manadas de  varios miembros. Pero él sabía que era muy raro que eso ocurriese, ni su padre ni el padre de su padre se enfrentaron con la muerte en manos de los seres de dos piernas y todas las historias que conocía sobre eso procedían de miembros de otras manadas que a su vez puede que tampoco conociesen aquellas cacerías de primera mano.  

El sol surgió en el cielo alumbrando la llanura, lentamente primero, después en su plenitud. Jiwemguu ya se había despertado con los primeros rayos. Como otros tantos días, abandono silenciosamente la manada ante la indiferencia de las hembras, que se preparaban para ir en busca de presas. Comenzó a caminar por la llanura durante un tiempo indeterminado hasta que se cansó y decidió tumbarse en mitad de la hierba. Tras caer dormido de nuevo, cuando se despertó no logró averiguar cuanto tiempo había estado dormido, pero supuso que las hembras y los cachorros le estarían esperando en el corazón de la área del clan, pero no veía a nadie cerca. Jiwemguu supuso que la caza aún no había concluido y optó por permanecer casi inmóvil en el mismo lugar donde había despertado, únicamente contemplando la inmensidad de la llanura y esperando que las hembras llegasen con la caza del día. No tardaron en llegar tres de ellas, con gacelas descuartizadas colgando de sus fauces. Era hora de comer.  


Era ya la hora. Su levantó sigilosamente para no despertar a su madre y a sus hermanos y hermanas. Mientras se colocaba la túnica roja podía oír pasos fuera de la cabaña. No se oían voces, solo los pasos sobre la hierba. Buscó su lanza y salió del enkaj. Aún no había salido el sol y no se podía ver casi nada en una noche en donde prácticamente no había habido luna, pero era capaz de apreciar los contornos de los arbustos, las siluetas de los árboles y poco a poco pudo ver muy borrosamente mientras caminaba los enkaji, las chozas del ganado, el cercado del enkang que albergaba las diferentes cabañas y también a los guerreros caminantes que como él se disponían a abandonar el enkang. Al igual que ellos, Lemasolai se dirigía al punto de encuentro que habían establecido jornadas antes los ancianos guerreros de la aldea. Solo veinte hombres de la aldea sabían lo que iba a ocurrir hoy. El joven Lemasolai apenas había podido dormir durante varias noches pensando en el día que comenzaba. Iba a tener la posibilidad de demostrar que él era un guerrero como su padre y sus tíos, los más valerosos de la aldea. Dentro de poco iba a ser su rito de iniciación y ya se preparaba para llevar las ropas negras de joven Moran una vez fuese circuncidado. El y otros cinco muchachos de más o menos su edad y que como él se iban a convertir Morans en la misma ceremonia  habían sido llamados en secreto por los guerreros que habían planeado la cacería del león. Como era usual, nadie que no fuese guerrero sabía de esto.  Lemasolai estaba convencido de que él era un joven valeroso y un digno sucesor de la estirpe de grandes guerreros de su familia. Contaban que su abuelo mucho tiempo atrás cazó el solo un león cuando el era ya un ilmorijo, un viejo guerrero. Hasta entonces, ningún guerrero de la aldea había ni tan siquiera intentado cazar un león en solitario, ya que era algo muy arriesgado y además, ya no quedaban tantos leones en la zona como para que todos los guerreros de una aldea los matasen individualmente. De hecho, era difícil verlos. Lemasolai sabía que muy posiblemente el no clavaría la lanza que diese muerte al león, pero tan solo el hecho de pudiese ser elegido en el grupo de los diez cazadores era algo que le llenaba de felicidad. Pero el quería  quedarse con la melena del león, al igual que su abuelo hacía mucho tiempo. Matar a un león, ese era uno de los grandes momentos en la vida de un guerrero Masai.

Los veinte hombres ya se encontraban en el punto de encuentro. Los claros del día comenzaba a aparecer y el viejo Korinko echó un vistazo primero a los catorce guerreros de mayor edad y escogió a los siete más fuertes y bravos, entre ellos el padre y los tíos de Lemasolai. Quedaban dos para completar los diez Ilmeluaya, los guerreros sin miedo. Finalmente, Lemasolai fue uno de ellos. Había llegado su momento, el de demostrar que era ya un Moran. Los diez guerreros rechazados volvieron al enkang de la aldea y los diez restantes se encaminaron hacia la llanura con sus lanzas al hombro y sus escudos en la mano. El sol estaba saliendo.  

Lemasolai nunca había visto un león de cerca. A lo sumo los había visto de lejos cuando iba caminando de niño con su familia y los otros miembros de la aldea en busca de un nuevo asentamiento. Desde edad muy temprana a los niños Masai les decían que estar cerca de los dominios de un león era algo muy peligroso y que solo se podía estar cerca de un león convenientemente armado. Los leones no eran comestibles y su caza no era útil, de hecho un león solo podía ser muerto por un Masai solo bajo tres supuestos: por cuestión de supervivencia, por distinción social o en el rito iniciación de la caza. Un Masai que mata a un león aún sin necesidad aparente es un héroe y será honrado por el resto de la comunidad hasta el final de sus días. En esta ocasión el león no iba a ser muerto para proteger la vida de nadie, pero el honor para los guerreros era algo muy importante. Lemasolai ya se sabía un guerrero al haber sido elegido entre los diez Ilmeluaya que iban a participar en la olamayio, la cacería conjunta. A los masai, como a  otras gentes de la Sabana, no les gustaba matar por placer, y Lemasolai se encontró preguntándose mientras caminaban en busca de un león que necesidad había entonces de matar un león. Estuvo tentado en preguntárselo a su padre, a sus tíos o a alguno de los otros guerreros, pero desistió al darse cuenta de que sería inútil, no obtendría respuesta alguna porque simplemente las cosas se habían hecho simplemente así. Los de su pueblo siempre habían criticado a los hombres blancos su depredación simplemente por placer, pero ¿qué diferencia había ahora entre su  gente y aquellos? Ellos no eran tan despiadados como los blancos pero cada vez entendía menos como se podía dar muerte a una criatura que no les había provocado       


La gacela fresca era un manjar exquisito. A Jiwemguu le gustaba saborear su almuerzo alejado de las leonas de su clan, sin ser molestado. A lo lejos podía oír los rugidos de las hembras que posiblemente se estuviesen disputando la comida. No le costó mucho hacerse con un clan una vez hubiese abandonado el clan materno  ya que él siempre fue un macho valeroso y fuerte, decidido y orgulloso. Nunca tuvo ningún problema con otros clanes de su especie y pese a su bravura, nunca fue propenso a grandes conflictos. Pocas veces había visto de cerca de un ser de dos patas, criaturas que tenían muy mala fama entre los suyos: cuando van de uno en uno, son completamente indefensos lleven o no palos afilados, pero cuando van en grupo, puede ser letales. También oyó hablar a sus ascendientes de seres de dos patas que mataban a los suyos y a otros seres con palos que lanzaban fuego mortal desde lejos. Vaya seres cobardes, que se valen de otras cosas que no forman parte de ellos para luchar y matar y encima rehuyendo de la lucha. Para ellos, los que no luchaban eran los que perdían, pero por desgracia eso no siempre era así.  


Los diez guerreros conforme avanzaron se dividieron tres diferentes zonas de ataque que habían sido preestablecidas por la sabiduría de Korinko, el hombre que había participado más veces en olamayios. Lemasolai iba con uno de sus tíos, Meitikini, y otro guerrero, casi reptando cerca de unos arbustos. Alguien del grupo de Korinko alzó el brazo en señal de que habían avistado un león y avanzaron estos avanzaron unos metros. El grupo de Lemasolai hizo lo mismo y enseguida vieron a un enorme león de melena marrón oscuro comiendo una presa, ajeno a la presencia de los cazadores. Los tres grupos de guerreros iban a atacar a la fiera al unísono, con el grupo de Korinko de vanguardia y por ello estaban esperando su aviso. Este se produjo y los diez guerreros corrieron con las lanzas por delante y cubiertos por los escudos hacia el entretenido león.


Un grupo de seres de dos patas apareció repentinamente. Jiwemguu no fue capaz de advertir su proximidad y ahora se veía rodeado de palos afilados que se movían frenéticamente hacia él pinchándole. Quiso  levantar las garras pero las lanzas comenzaron a herirle por todo el cuerpo: la cabeza, las patas, el abdomen. El dolor aumentaba y los pinchazos se sucedían.


Los cazadores no podían haber sorprendido mejor al león. Su capacidad de reacción era hora muy limitada y apenas podía poner resistencia a los certeros lanzazos propinados. El joven Lemasolai casi no era consciente de si llegó o no a tocar con su lanza al animal; seguramente sí, pero todo le parecía un sueño. Jamás llegó a imaginar como una bestia tan imponente podía estar sucumbiendo a unos hombres. Le pareció un ser verdaderamente majestuoso e impresionante con esa corpulencia y esas enormes garras en unas patas duras como piedras. El león sangraba a borbotones pero no se rendía. Unas cuantas embestidas pusieron en guardia a los guerreros protegiéndose con sus escudos. La bestia aún tenía fuerzas para golpear y arañar la madera de los escudos y a punto estuvo de destrozar uno. Sin duda alguna, el león luchaba por su supervivencia y eso era una señal de valor que tal vez ningún ser humano llegaría a tener nunca. Ningún hombre tenía la fuerza de un león,  y aunque llegado el momento de luchar por su vida combatiría lo indecible, no se encontraría en la misma circunstancia que este animal, que sería capaz de poner resistencia a los que tratasen de arrebatarle la vida aunque fuese su última acción. Lemasolai repentinamente sintió lástima del león; él no les había hecho nada, ni les había atacado ni les habían infringido daño alguno. Pero el joven guerrero seguía atacando a un animal que se resistía a morir. Alguien propinó una lanzada en la cabeza de la fiera y este emitió un fuerte rugido de dolor. Lemasolai se aproximó para dar una lanzada aún más mortal al animal pero apenas pudo levantar el arma sintió como unas fauces agarraban su pierna fuertemente.      


A Jiwemguu la vida se le estaba acabando. Pero su propia naturaleza le decía que nada estaba perdido aún. Podía seguir viviendo si luchaba lo suficiente, aunque el dolor era insoportable. Notaba como su cuerpo todo se tornaba borroso a su alrededor y no acertaba a coordinar su movimientos. Aún así pudo abalanzarse sobre la pata de uno de los seres y morderla fuertemente. Quiso utilizar sus fauces y sus garras aún con más fuerza pero le era imposible, se estaba muriendo. Con un último y sobrehumano esfuerzo notó como lograba arrancar la extremidad  de aquel ser de dos patas, momento en el cual notó un último y fuerte golpe en el cuello. Su pesado cuerpo cayó inerte.


Había pasado un año desde la olamayio. Lemasolai desde entonces vivía con una sola pierna, apoyado en un bastón hecho de al rama de un árbol. Ya había pasado desde hacía casi un año la ceremonia de iniciación y ya no vestía las perceptivas ropas negras de joven guerrero circuncidado. Aunque él no mató al león, le fue permitido llevar su melena en las ceremonias como si él fuese el verdadero ejecutor de la fiera, tal fue su heroísmo en una olamayio  en la cual perdió una pierna y a punto estuvo de perder su vida. Pero él rechazó tal honor, no solamente por que él no fue quien mató al león, sino porque él no se consideraba ningún héroe. Para Lemasolai el héroe fue el león, que luchó por su vida en todo momento. Ël por el contrario obtuvo su merecido por haber atacada a alguien que no le había hecho daño alguno. Lemasolai decidió que jamás volvería a participar en ninguna olamayio y que tampoco lo harían ni sus hijos ni los hijos de sus hijos. Lemasolai nunca lució en público la melena cortada al león, pero la guardo como el preciado legado de alguien que simplemente luchó por su vida.